Las puertas del infierno, tercera parte
Continuación de «Las puertas del infierno, segunda parte»
María Valverde era una bella mujer de ojos profundos y oscuros a la que habían ido a recoger al aeropuerto de Bucarest el día anterior. María vivía en El Horcajo, una villa de apenas 60 habitantes situada en la provincia de Albacete. Allí era muy querida por todos sus vecinos desde que apareció hacía ya 3 años y medio. Su eterna alegría, sus andares siempre dispuestos, su garbo y elegancia la habían hecho muy popular en un sitio en el que lógicamente todos se conocían. Sabían que algo extraño había en su pasado, pero en contra de lo normal en un pueblo tan pequeño, nadie se había atrevido a preguntarle jamás por él.
María no podía apartar la vista del sello de aquella carta que había llegado hasta tan apartado rincón: Rumanía. Mientras leía el escrito en el que la policía le solicitaba que se presentara en la comisaría de Sighisoara para un tema relacionado con Bertrand Deschamps, su vida comenzó a pasar frente a sus ojos como en una película. Aquellos recuerdos que ella creía enterrados para siempre volvieron como por arte de magia.
Recordó a Bertrand, a Francia, y a aquellos dos felices años en que se dedicaron a recorrer la campiña con la única compañía de la luna, y toda una eternidad por delante. Se sentía poderosa y especial a su lado. Aquel don concedido con tanto amor por él la hacía sentirse distinta. No pudo evitar acordarse de aquel momento en que ambos yacían juntos, cuando Bertrand la miró profundamente a los ojos mientras le acariciaba los cabellos dulcemente. Su mirada desprendía un amor infinito mientras la besaba una y otra vez y la yema de sus dedos jugueteaban con los lóbulos de sus orejas, con sus mejillas, con su nuca, con sus sienes. Recordó aquella mirada final, tan tierna, con sus dedos ya en la boca, justo antes de inclinarse hacia su cuello… aquélla noche sintió la fuerza del infinito y se dejó llevar por él.
La pasión los tuvo unidos durante varios meses, pero María sentía como poco a poco algo iba cambiando dentro de ella. En su interior la consumía esa lucha constante entre su amor por Bertrand y el respeto a su nueva vida, y su frialdad y distancia al resto del mundo. Aquel respeto mutuo, inconscientemente se fue transformando en un odio irracional. Odio por haberla llevado lejos de su casa; odio por haberla convertido en lo que ahora era; odio por ese sentimiento de soledad que la acompañaba siempre. En las últimas semanas, además, Bertrand desaparecía durante días enteros sin contarle nada y volvía a aparecer más fuerte, con más ganas, más rejuvenecido.
María comenzó a darse cuenta de que dos años apartada del mundo eran demasiados y de que ya no había amor, sino sólo placer. Aquel helado día de finales de octubre, María recogió sus cosas y desapareció para siempre. Se refugió en aquel pequeño pueblo donde tan bien la habían acogido. Sólo pretendía esconderse de su pasado y mantenerlo olvidado en lo más recóndito de su alma.
Y lo habría conseguido si no hubiera sido por aquella maldita carta…
Cuando leyó el nombre de Bertrand escrito en la carta el corazón le dio un vuelco. Volvió a sentir la sangre en sus venas fluirle con una fuerza que hacía tiempo no había sentido. Era una sensación tan familiar… tenía que luchar contra aquéllo; quería hacerlo, romper la carta, quemarla y olvidarla para siempre, pero toda su alma le gritaba desde el abismo, desde las puertas del averno, y le recordaba que jamás podría cambiar quién era.
Sentada en la sala, junto al inspector Ionescu, con la vista fija en aquel cristal en el que en poco tiempo vería a su antiguo amante, María Valverde recordó haber cogido aquel vuelo Madrid-Bucarest en Barajas, camino a un destino sin retorno. Sabía lo que tenía que hacer y a pesar de su repugnancia y de su deseo de quedarse en el pueblo, lo haría.
(Continuará…)
El mejor lugar para esconderse del mundo y el tiempo: albacete.
Je, je. Un punto muy bueno. De El Horcajo a Rumanía