Las puertas del infierno, cuarta parte

Vampiros

Continuación de «las puertas del infierno, tercera parte«

Bertrand, sin perder la compostura, se detuvo frente a aquella desvencijada puerta. Las vueltas de la llave hicieron crujir la cerradura mientras los goznes de la puerta chirriaban, y el francés sintió la mano de uno de los guardias empujarlo suavemente hacia el interior de la sala. Quedaban apenas quince minutos para que dieran las doce de la noche.

Con paso firme se dirigió hacia la mesa camilla, se sentó en ella y mientras le despojaban de la camisa miró atentamente los cables que poco después le pusieron para detectar su ritmo cardíaco. Junto a él, el padre Lediakov recitaba unos salmos de la Biblia hasta que sintió la mirada gélida de Bertrand. Lo que vio en sus ojos lo dejó sin palabras; con una fuerza extraordinaria, inyectados en sangre.. no le temía a la muerte porque él mismo era la Muerte… el sacerdote retrocedió imperceptiblemente hasta que su espalda topó con la pared, y temeroso ya no volvió a abrir la boca.

Restaban ya diez minutos para las doce. El minutero parecía ir cada vez más despacio mientras avanzaba con un sonoro quejido segundo a segundo. Acostado ya sobre la camilla le instalaron en las muñecas y el cuello las sondas necesarias para que el veneno mortal entrara en su cuerpo. Tras él estaban las tres palancas que abrían las vías para que el líquido letal recorriera sus venas. Primero, el tiopentano sódico que le haría perder la consciencia; después, el bromuro de pancuronio, un relajante muscular que le dejaría paralizado el diafragma y su cuerpo preparado para el último de los líquidos, el cloruro de potasio, el auténtico veneno, el que le colapsaría el corazón.

Cuando faltaban cinco minutos para la hora, se corrieron las cortinillas para que el público asistente pudiera ver la ejecución; un suave murmullo se transmitió por la sala hasta que el silencio se hizo sepulcral. Clac, clac, clac… el segundero seguía uno a uno su inexcrutable camino…

El teléfono de la habitación sonó. El alcaide descolgó. Su cara se transmutó. La gente asistía atónica a los sucesos, hasta que volvieron a cerrar las cortinillas. El inspector, demacrado, dio un brinco desde su asiento y se dirigió hacia la puerta en dirección al interior de la prisión. Sólo una persona permanecía serena; unos ojos cargados de alegría, de odio, de superioridad… María.

Finalmente, la solicitud de aplazamiento del abogado de Bertrand Deschamps había encontrado quien la aprobara en el Gobierno Central. Nuevos hechos habían ocurrido durante aquellos tres días en que Bertrand estuvo entre rejas. Dos nuevos cuerpos habían aparecido, ambos con las mismas características que los crímenes por los que el francés había sido acusado: chicas jóvenes, con la tez blanca, con el vestido desgarrado, en las afueras de Sighisoara y… con dos pequeñas marcas en el cuello.

A partir de la nueva investigación se descubrieron todas las irregularidades producidas en el proceso anterior; el juez local fue expedientado y la junta de gobierno de Sighisoara recibió duras críticas desde el órgano central del partido.

Un año había pasado desde aquel intento de ejecución. Ionescu permanecía sentado tras su vieja mesa en aquel despacho en el que lo habían arrinconado desde que fuera degradado un año antes por su actuación. Delante de él había una carta, llegada por correo aquella misma mañana. El sello procedía de algún sitio remoto de Australia y había sido fechada quince días atrás. Tomó el abracartas y con un movimiento nervioso la abrió…

Un suave perfume salió de su interior junto con una carta. La desdobló y la leyó…

«Querido Ionescu:

Siento que lo hayan degradado. Lo cierto es que no cumplió tan mal con su trabajo como todos piensan. Incompleto, quizás, pero iba por el buen camino.

Cuando recibí aquella carta en mi pequeño pueblo de El Horcajo algo cambió para mí. Para siempre. Pensaba que había conseguido borrarlo de mi vida, pero bastó aquella llamada de socorro de Bertrand para que un grito interior revolviera todo mi ser. Cuando acabé de leerla, supe lo que haría. Quizás debió haber comprobado que cinco días antes del juicio, a Bucarest llegó una tal Olga Ilyasova procedente de Madrid. Me fue fácil llegar hasta Sighisoara sin que nadie se fijara en mí. Cuando acabé lo que tuve que hacer sólo hube de volver a España, para volver a venir esta vez como María Valverde.

Jamás podrá entendernos. Jamás podrá saber lo que significa la llamada de la sangre. Puede parecer que lo has olvidado pero nunca es así. Siempre ocurre algo que nos despierta y nos devuelve al camino que a todos los que son como nosotros nos gustaría abandonar. También Bertrand lo intentó, pero cometió el gran error de intentar ocultarse en la tierra de nuestros antepasados, en Transilvania. Ese lugar tiene algo poderoso; una energía que te arrastra y que nos recuerda quienes somos realmente; el instinto renace con la sola mención de Vlad, nuestro señor. Allí podemos sentir el dulzor de la sangre en nuestros labios, como si estuviéramos paladeándola, como un condenado reclamo que surge desde la eternidad. Junto al Vlatges, Bertrand vio a aquella primera chica… los sucesos posteriores ya los conoce usted.

No se moleste en seguirnos la pista. Estamos ya acostumbrados a ocultarnos en las sombras, así que cuando esté leyendo ésto ya no estaremos en Australia, ni habrá rastro de nuestros nombres.

Lo siento, Ionescu, pero debió imaginarse que yo también sería un ser especial igual que Bertrand, y que siendo así, haría lo que hiciera falta por salvarlo aún cuando hiciera tiempo que no estábamos juntos. El amor es algo que nadie puede comprender. Parece perdido a veces pero reaparece cuando menos lo imaginas. Y en esos momentos haces cosas que jamás harías en otras condiciones. En esos días que estuve en Rumanía condené mi alma; volví a ser esa fría y calculadora María, la que siempre vivirá por toda la eternidad a las puertas del infierno.

Suya siempre. María Valverde»

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