Una pagina en blanco, primera parte
Este relato lo escribí hace cosa de un año. Siempre le tuve un aprecio especial, quizás por la melancolía, quizás por el momento, quizás porque todos encerramos dentro un poco de la historia de José, su protagonista, por haberla vivido en algún momento de nuestras vidas. La del deseo por un amor del pasado, la del miedo que se tiene por estar solo, la de la desesperanza que se siente cuando se piensa que cada paso que se da ya no conduce a ninguna parte…
Espero que os guste.
Una página en blanco. Primera parte.
Había sido un día nublado y gris. Ya lo habían avisado en las noticias del Telediario. Se avecinaban días de lluvia, e incluso estaban en alerta ante la previsión de una gota fría.
«No me importa, ojalá todos los días fueran como éste», pensó José, mientras seguía de pie, allí, frente al gran ventanal de su salón mirando absorto a la calle, un poco más allá de su pequeño jardín. Comenzaba a lloviznar de nuevo y los primeros paraguas habían empezado a asomar. La gente, allí afuera, aceleraba el paso en previsión de que arreciara la lluvia. El viento, que poco a poco iba cobrando fuerza, movía las ramas de los pinos que había a lo largo de toda la calle; incluso, el frutero de la acera de enfrente recogía rápidamente el toldo de su tienda. Pronto se haría una noche cerrada, aunque la oscuridad que se cernía ya lo hacía parecer una hora más de lo que en realidad era.
Bajó su mirada hacia el jardín. Allí estaban los rosales que con tanto cariño había cuidado su esposa, muerta unos años atrás en un fatídico accidente de coche. Y los geranios, y los pensamientos… ¡Cuánto amor había derrochado María en ese jardín! ¡Cómo disfrutaba él viéndola desde ese mismo ventanal mientras ella, agachada, plantaba aquí y allá; y las regaba y las mimaba! ¡Cómo echaba de menos aquellas miradas tiernas que ella le dirigía cuando notaba que él la estaba observando! Él había cuidado ese jardín desde entonces con el mismo mimo que su mujer, con el mismo amor; derrochando la misma pasión en cada caricia con la que alimentaba a sus flores. Todos los vecinos del barrio, conscientes de su historia, lo admiraban y hablaban del homenaje que José rendía a su esposa cada día en aquel jardín.
No pudo evitar echarse a llorar nuevamente. Eso se estaba ya convirtiendo en algo habitual desde aquel fatídico momento. De nuevo, su mente se tiznó de negros pensamientos, acordes con el día. No quería vivir; no sin ella. Tantas veces había pensado en eso; tantas incluso en quitarse la vida; pero siempre le había faltado el valor necesario, esa pizca de arrebato que le hiciera dar el último paso. Y estaba aquel pobre muchacho…
Entre sollozos incontenidos, José recordó el día en que se conocieron, hacía ya casi setenta años. Un 8 de febrero de 1937. Lo recordaba bien. ¡Eran tan jóvenes y estaban tan asustados!. Recordaba la pena de tener que dejar atrás su propia casa el día en que las tropas nacionales entraron en Málaga. Toda su familia era republicana, y el miedo a posibles represalias le aconsejaba huir por la carretera de la Costa en dirección a Almería. Fue allí en donde la conoció, en aquella trampa. Atrapados entre las laderas de las montañas que la rodeaban, y el cañoneo incesante del “Canarias” y el “Baleares” desde el mar, con los tanques a su espalda, no quedaba más remedio que continuar la huida hacia delante. A la pena y el miedo inicial, se unieron la rabia, la desesperación, la impotencia. Fueron cuatro días de terror, pero la mirada azul y cristalina de una niña transformó todos aquellos sentimientos en ternura y protección. Se había quedado sola, refugiada en un pequeño badén de la carretera, y estaba aterrorizada: diez años solamente tenía; él apenas tres más, trece. Pero como si toda aquella barbarie que los rodeaba no fuera con ellos, como si fueran invulnerables, José, escondiendo su propio miedo, le echó un brazo por encima y la levantó.
“Vamos, mi niña, estamos juntos, yo te acompaño. No temas a nada ni a nadie, porque jamás dejaré que te pase nada”.
(continúa en la segunda parte)